El
Escritor mexicano Juan Villoro, uno de los más importantes genios de
las letras en la actualidad; cuentista, novelista, cronista,
periodista y principalmente lector enfermizo, se ha dedicado en gran
parte a pregonar las bondades curativas y salvadoras de la lectura.
Sus anécdotas e historias a través de una recopilación que publica
en su página oficial, que lleva por nombre El
Libro y otros Medios de Transporte,
(e indudablemente el libro es un veloz medio de transporte que no
necesita de gasolina la sustituye por la curiosidad, la pasión y
las ganas de descubrir nuevos mundos) nos hacen reflexionar
gratamente, una de ellas es Leer
para vivir, allí
se los dejo:
“La
lectura es como el paracaidismo: en condiciones normales la practican
algunos espíritus arriesgados, pero en caso de emergencia le salva
la vida a cualquiera.
El
Segundo Encuentro Nacional de la Voz y la Palabra se presta para
reflexionar en la lectura, la forma silenciosa y profunda en que una
voz se comunica con otra. A pesar de los muchos estímulos culturales
de que disponemos, la palabra mantiene una fuerza inquebrantable.
Hace
unos meses, Óscar Tulio Lizcano, víctima de la guerrilla
colombiana, rindió un inaudito testimonio de la forma en que los
libros preservaron su dignidad. En la clínica de Cali donde se
recuperaba de ocho años de privaciones como rehén de las FARC,
habló de la selva donde perdió veinte kilos pero no la lucidez. De
los 50 a los 58 años vivió agobiado por las enfermedades, la
desnutrición, las humillaciones de perder todo sentido de la
privacidad. Para conservar la cordura, clavó tres palos en la tierra
y decidió que fueran sus alumnos. Lizcano les enseñó política,
economía y literatura. Como tantos maestros, se salvó a sí mismo
con la prédica que lanzaba a sus perplejos discípulos. Un
comandante vio el aula donde los palos tomaban lecciones y decidió
pasarle libros. Lizcano leyó a Homero y seguramente admiró la
desmesura de Héctor, dispuesto a desafiar al favorito de los dioses.
“La poesía me alimentó”, dijo el hombre cuya dieta material era
tan ruin que se veía mejorada por un trozo de mono o de oso
hormiguero.
En
las cárceles, las dictaduras, el exilio y los hospitales otros
lectores han encontrado un consuelo semejante. Aunque el fin de los
libros se anuncia con frecuencia, los desastres del mundo refrendan
su importancia. “Soy un optimista de la catástrofe”, ha dicho
George Steiner a propósito de la vigencia de la letra. Cuando el
viento sopla a favor, la gente come espagueti o duerme la siesta. En
los momentos de prueba y las horas bajas, busca el auxilio de un
libro.
En
Los
náufragos de San Blas
Adriana Malvido relata la odisea de tres pescadores mexicanos que se
extraviaron en el Pacífico durante 289 días. La sed, el hambre, el
sol y los tiburones eran sus más evidentes enemigos. Tuvieron que
sortear esos peligros, pero también el tedio, la convivencia
forzada, las ideas que podían llevarlos a la demencia. ¿Cómo
sobreponerse a esos días inertes e idénticos a sí mismos? Uno de
los pescadores, Salvador Ordóñez, llevaba una Biblia a la que
atribuye su supervivencia: “Esta Biblia me dio confianza en el mar.
Me salvó”, dijo a Malvido.
Otro
de los tripulantes, Lucio Rendón, no era afecto a la lectura, pero
enfermó y pidió que le leyeran. Cuando los náufragos fueron
rescatados, acababan de repasar el Apocalipsis
de San Juan.
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